viernes, 7 de abril de 2017

EL YOGA DEL AMOR DIVINO QUE ENSEÑO JESUS -CAPITULO VII-(Tercer Escrito)



EL YOGA DEL AMOR DIVINO QUE ENSEÑO JESUS
CAPITULO VII-(Tercer Escrito)
LAS BIENAVENTURANZAS
“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9).
Los verdaderos pacifistas son aquellos que generan la paz por medio de su devota práctica de la meditación diaria.
La paz es la primera manifestación de la respuesta de Dios en la meditación. Quienes conocen a Dios como Paz en el templo interior del silencio y reverencian al Dios de la Paz que allí se encuentra son sus hijos verdaderos, en virtud de esta relación de comunión divina.
Una vez que han percibido la naturaleza de Dios como paz interior, los devotos desean que el Dios de la Paz se manifieste por siempre en su hogar, en su comunidad, en su país y entre todas las razas y nacionalidades.
El que lleva la paz a una familia inarmoniosa ha establecido a Dios en ese lugar. Quienquiera que destierre la incomprensión entre las almas las ha unido en la paz de Dios.

Todo aquel que, dejando a un lado la avaricia y el egoísmo nacionalista, procure crear la paz entre naciones en conflicto está implantando a Dios en el corazón de esas naciones.
Aquellos que promueven y facilitan la paz dan expresión al amor unificador de Cristo que reconoce a cada alma como un hijo de Dios. La conciencia de “hijo de Dios” hace que una persona sienta amor por todos los seres.
Quienes son verdaderos hijos de Dios no pueden percibir diferencias entre un indio, un estadounidense o una persona de cualquier otra raza o nacionalidad.
Por un corto lapso, las almas inmortales se visten con el atavío de cuerpo blancos, negros, morenos, cobrizos o aceitunados. ¿Consideramos acaso que el país de origen de una persona varíe por el hecho de vestirse con ropas de diferentes colores?
Cualquiera que sea su nacionalidad o el color de su cuerpo, cada uno de los hijos de Dios es un alma.
El Padre no reconoce ninguna de las distinciones creadas por los seres humanos. El ama a todos, y sus hijos deben aprender a vivir en ese mismo estado de conciencia.
Cuando el hombre confina su identidad a su naturaleza humana exclusivista, ocasiona incontables males y hace surgir el fantasma de la guerra. A los seres humanos les fue concedido un potencial ilimitado, con el fin de que demuestren que en verdad son hijos de Dios. Aunque tecnologías tales como la de la bomba atómica, nos damos cuenta de que, a no ser que el hombre utilice sus poderes correctamente, se destruirá a sí mismo.
El Señor podría incinerar este planeta en un segundo si perdiese la paciencia con sus hijos descarriados, pero no lo hace.
Y así como El jamás haría mal uso de su omnipotencia, también nosotros, por estar hechos a su imagen, debemos actuar como dioses y conquistar el corazón del prójimo mediante el poder del amor; de lo contrario, la humanidad tal como la conocemos desaparecerá sin duda.
El poder del hombre para hacer la guerra se está incrementando; en igual medida, debe crecer también su capacidad para hacer la paz. El mejor modo de contrarrestar la amenaza de la guerra es la fraternidad, tomar plena conciencia de que, como hijos de Dios, somos una sola familia. Quienquiera que estimule el conflicto entre naciones hermanas bajo el disfraz del patriotismo es un traidor a su familia divina, un hijo desleal de Dios.
Todo el que promueva por medio de falsedades y chismes la enemistad entre los miembros de su familia, vecinos o amigos, o que de alguna manera sea un instrumento de discordia, está profanando el templo divino de la armonía.
Cristo y otras grandes almas nos han dado la receta para lograr la paz interior y, también, la paz entre individuos y naciones.
¡Por cúanto tiempo ha vivido el hombre en la oscuridad de la incomprensión e ignorancia con respecto a estos ideales!
El verdadero arte crístico de vivir puede desterrar los conflictos entre los seres humanos y el horror de la guerra, así como traer paz y comprensión al mundo; todos los prejuicios y enemistades deben desaparecer. Ese es el desafío que se les plantea a aquellos que aspiran a ser los divinos adalides de la paz.
“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los Cielos” (Mateo 5:10)
La bienaventuranza de Dios visitará a aquellas almas que soporten con ecuanimidad la tortura de la crítica injusta que les infligen los falsos amigos y los enemigos, cuando ellas tratan de hacer lo correcto y no se dejan influenciar por las malas costumbres o hábitos dañinos de la sociedad.
Quien se adhiere fervientemente a la rectitud no se doblegará ante la presión social que le incita a beber alcohol por el solo hecho de estar en una reunión en la que se sirven bebidas, aun cuando se burlen de él por no participar de ese placer que comparten los demás.
La rectitud moral puede acarrear el ridículo a corto plazo, pero produce, en cambio, regocijo a largo plazo, ya que la perseverancia en el autocontrol brinda bienaventuranza y perfección.
Quienes viven y mueren comportándose correctamente se hacen merecedores de un reino eterno de gozo celestial del que disfrutarán en esta vida y en el más allá.
Las personas mundanas que prefieren abandonarse a los placeres sensoriales en vez de elegir el contacto con Dios son las que, en realidad, se comportan de manera insensata, ya que por hacer caso omiso de lo que es correcto- y, por lo tanto, bueno para ellas- deberán cosechar los resultados de tal comportamiento.
El devoto virtuoso busca lo que le beneficia en el sentido más elevado. Quien renuncia a los erráticos caminos del mundo y, a causa de su idealismo, soporta con alegría la burla proveniente de los amigos de mentalidad estrecha demuestra que está capacitado para recibir la eterna bienaventuranza de Dios.
El versículo anterior ofrece también aliento a aquellos que, cuando han decidido aferrarse a los ideales de la moralidad y a las prácticas espirituales, son perseguidos y torturados por las tentaciones sensoriales y los malos hábitos.
Ellos son virtuosos, en verdad, porque siguen el camino recto del autocontrol y la meditación, que con el tiempo derrotará a las tentaciones y permitirá conquistar el reino del gozo eterno a quienes resulten victoriosos.
Sin importar cuán poderosas sean las tentaciones o cuán fuertes los malos hábitos, es posible resistirlos mediante el poder del autocontrol guiado por la sabiduría y aferrándose a la convicción de que, cuales quiera que sean los placeres que la tentación prometa, al final siempre causarán sufrimiento.
Quienes son irresolutos se vuelven inevitablemente hipócritas, pues terminan justificando su mal comportamiento mientras sucumben a los engaños de la tentación.
Lo que verdaderamente ansia el alma es la miel de Dios, aun cuando se encuentre sellada por el misterio.
Aquellos que mediten con inquebrantable paciencia y perseverancia romperán el sello del misterio y beberán sin límites del néctar celestial de la inmortalidad.
El cielo es aquel estado de gozo trascendental y omnipresente en el que los pesares no osan entrar.
Siendo constante en la rectitud, el devoto alcanza por fin esa bienaventuranza de la cual ya no habrá de caer.
Los devotos que vacilan, que no se encuentran anclados con firmeza en la meditación, pueden resbalar y caer de esa felicidad celestial; pero quienes son resueltos obtienen dicha bienaventuranza de forma permanente.
El reino de la Conciencia Cósmica le pertenece al Rey de la Bienaventuranza Celestial y a las almas elevadas que han alcanzado la unidad con El.
De ahí que se diga de los devotos que funden su ego en Dios y se vuelven uno con el Rey del Universo que “ de ellos es el Reino de los Cielos”.

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